¡Qué estás haciendo, hijo!
Me llamo Jaime Ramires y tengo treinta y cuatro años. Actualmente estoy viviendo en Boyle Heights, Los Ángeles, California, con mi único hijo con quien tengo una relación muy cercana. Mi muchacho se llama Miguel Ángel, pero todos le dicen simplemente Michael. Yo muero por mi hijo y es la razón por la que me levanto temprano en la mañana para trabajar en el Metro: darle un futuro mejor al presente que he tenido yo y que algún día pueda vivir en una casa con jardín, lejos de la ciudad, y del ruido, de la contaminación y de las pandillas callejeras. Por parte de padre soy mexicano, pero angelino de nacimiento. Al igual que ocurre con mi hijo, mi papá y yo tenemos una relación muy cercana, de hombre a hombre. Que yo recuerde siempre ha sido así. Él estuvo ahí, a mi lado cuando mi primer gol en el equipo de fútbol de colegio, o cuando me monté por primera vez a una bicicleta sin pedales, bicicleta que le compró al vecino por 15$, que tanto sudor le costó ganarlos trabajando duro en la construcción de una de las incontables autopistas que atraviesan esta ciudad. Sus charlas sobre la masturbación y el sexo en la pubertad que tanto significaron para mi son recuerdos imborrables. Él también estuvo a mi lado cuando descubrí que yo iba a ser padre. Entonces yo tenía tan sólo veinte años y a pesar de que mi vida parecía haberse complicado hasta tal extremo que se abocaba al desastre, mi padre no me dejó atrás, ni cuando tuve que casarme atropelladamente para que mi hijo tuviera nombre y apellidos, ni cuando tuve que dejar de estudiar el acceso a la universidad y ponerme a trabajar, como mi progenitor, en las autopistas, ni mucho menos cuando mi matrimonio hizo aguas por todas partes nada más nacer Michael. Su madre, y hoy mi ex esposa, era una dependienta de un supermercado que quería ser actriz y modelo y en ambas cosas era en lo único que pensaba hasta nuestro divorcio. Nunca quiso a su hijo, al cual consideraba que era una carga para su prometedora carrera. En consecuencia, me convertí en un single dad, en un padre divorciado, que crió solo a su hijo con mucho esfuerzo y orgullo. Y como siempre, mi padre me apoyó en todo lo que fue humanamente posible.
Cuando Michael tenía 13 años me sentía henchido de dicha y de orgullo. Mi niño se estaba convirtiendo en un hombre. Alto y flaco y una sombra de acné, estas características físicas delataban su etapa de púber, que daría paso a una enorme belleza varonil. Y entonces, cuando mi hijo se acercaba a los catorce años, supe que debía darle una charla; una charla sobre la vida, sobre la pubertad y sobre el sexo y la masturbación, tal y como había hecho mi papá conmigo cuando yo tenía la edad de hijo.
Estábamos los dos solos en casa, un fin de semana próximo al 4 de julio. Me acerqué a su habitación y tras llamar a la puerta con los nudillos de mi mano, entré y le hallé sentado sobre la cama, con la consola de videojuegos en el suelo, los cables enredados en sus pies descalzos, jugando a perseguir marcianos. Michael únicamente vestía unos pantalones cortos. Hacía mucho calor. Presentí que le iba a estropear la partida, pero asumí con entereza lo que iba a había venido a hacer.
-Michael mijo, quisiera hablar contigo un momento -dije.
Me senté a su lado, sobre la cama, apartando una maraña de cables y mandos de su consola.
-¡Claro pa!- exclamó él con la voz quebrada de los púberes.
Y salté al ruedo.
-Michael ¿cuántos años tienes? ¿Trece? ¿Catorce? -No era la mejor manera de empezar, pero era un principio.
-Voy para catorce papá -contestó Michael, sin dejar de mirar a la pantalla del televisor.
-Sé que tu cuerpo está ahorita experimentando cambios extraños -dije- pero no debes sentirte mal por todo ello.
Entonces dejó de lado el mando de la videoconsola, y apartó los ojos del aparato televisor. Me miró, abriendo los ojos como platos, y se sonrojó un poco. Pareció sorprendido. Yo por dentro me remonté a mi adolescencia, cuando mi padre me dio la misma charla.
-Te has hecho muy alto -continué- ¡Miraté! Ya eres tan alto como yo. Y te está cambiando la voz. Y estoy más que seguro que hay otros cambios en tu cuerpo.
A continuación fui por la misma tangente que hizo mi propio padre conmigo, explicándole los secretos de la vida, desde los más extraños, como verte en el espejo y no reconocerte porque te ves más alto que ayer, brazos largos y piernas largas, desproporcianado, que los pantalones se te quedan cortos o que los zapatos no te entran, a lo más desagradables, como el acné, o los más curiosos, como que te parece que tienes el pene más grande o como tener que afeitarse el bigote y en breve la barba. Luego abordé el tema de la masturbación, el sexo, las chicas y de cómo se hace un bebé. Pero no quise ahondar en detalles. En ese punto noté como mi hijo se sentía muy incómodo: ya no me miraba, y sus ojos parecían haberse perdido en la pantalla del televisor, ahora apagada.
-¿Ya te masturbas hijo? -pregunté a bocajarro.
Antes de que él pudiera ni siquiera responder, le expliqué que masturbarse era normal entre los púberes, que los muchachos lo hacen como algo normal, que no era ningún pecado ni nada de lo que sentirse culpable. Añadí que hasta los adultos, en ocasiones, también se masturban.
-Yo mismo lo hago a veces, Michael -dije
-¡Tú te haces pajas papá¡ -exclamó atónito.
Asentí con la cabeza, pero sin darle demasiada importancia. Atropelladamente me contó que él sabía que a eso de agarrarse y jalarse la verga le decían hacerse una paja, que otros lo llamaban hacerse la paja, que era divertido y que terminaba cuando te salía la leche de la verga, aunque él no entendía la idea de que le saliera leche de la verga, puesto que la leche estaba en la urbes, dijo urbes y no ubres, de las vacas o de las cabras.
Entonces le expliqué qué era la masturbación y se lo expliqué con todos los detalles que fui capaz, respondiendo a todas sus preguntas. Le platiqué del semen y de cómo y dónde los varones lo producimos y qué finalidad tiene. Le conté lo que era un orgasmo en un varón, sin ocultarle nada y sin tener nada de lo que avergonzarme. De nuevo me miró con los ojos bien abiertos durante mi disertación, y pareció comprender lo que yo le iba contando.
-No tienes nada de lo que sentir vergüenza, mijo, puesto que todo es natural. No hay pecado. Somos humanos -concluí.
A partir de este momento, todo se precipitó.
-Papá, ¿puedes enseñarme cómo hacerlo? -preguntó él.
-¿Hacer qué?
-Hacerte la paja.
-De ninguna manera, hijo. Eso es algo que debes descubrir tu solo.
-¡Pero papá! -exclamó algo furioso- Mi verga se me para a veces sin que yo sepa porqué y es muy incómodo. A veces duele. Se me nota el bulto en los pantalones que no se puede disimular y mis pelotas me duelen… Creo que algo me pasa ahí abajo y no sé qué es, papá.
No supe qué decirle, aunque sabía perfectamente el origen de todas esas cosas: mi hijo necesitaba desahogarse sexualmente y por primera vez en su corta vida comenzaba a ser consciente de ello.
-¡Por favor papá! -rogó él.
Cegado por mi deber de padre, comencé a ceder ante sus suplicas sabiendo perfectamente lo que iba a ocurrir…
-Lo primero es bajarte los pantalones, y la ropa interior -afirmé
Mi hijo apartó a un lado aquel embrollo de cables y mandos de la máquina de videojuegos y me obedeció. Su lánguido sexo, rodeado de incipiente vello púbico, saltó al aire. Un par de respetables cojones completaban su anatomía genital. Sentí orgullo de padre al ver aquellas bolas que prometían un futuro de entereza, hombría y virilidad.
-Escupe en tu mano, hijo y comienza a frotarte la verga con la saliva.
Y eso hizo. Pronto su pene comenzó a cambiar: creció y se hizo más largo y grueso a medida que él se tocaba. Me miraba como esperando mi aprobación.
-Ahora es cuestión dejarte llevar y gozar el momento… Imagina que estás con una persona que te gustaría que te hiciera eso que te estás haciendo… -dije con voz soñadora.
Mi hijo no dejaba de mirarme y durante unos minutos no sucedió nada. Él se la jalaba, con movimientos bastos y descompensados, pero su pene pareció encogerse entre sus manos… Lejos de incomodarme, aquello me divertía un poco, puesto que no todos los días uno era testigo de cómo su hijo iba descubriendo su propio cuerpo.
-¡Échate más saliva y frótate la verga suavemente! -le aconsejé.
-¡Aýudame papá, muéstrame cómo! -le oí decir.
No me explico cómo pero ahora mi mano estaba su pene. Probablemente, mientras le observaba el me tiró de la mano.
-¿Cómo se hace papá? -insistió.
En ese punto mi mano se hallaba aferrada a su pene, y lo iba jalando suavemente, pero con movimientos rítmicos. Soy consciente de que le oigo gemir, y de que presenta las piernas abiertas para facilitarme la tarea. Su respiración se hace más profunda y penetrante. Observo que está encogiendo los dedos de sus pies y de que tiene la cabeza echada hacia atrás…
-¡Qué rico se siente, pa! -exclama mi hijo.
De pronto la realidad cae a plomo en aquella habitación y me doy cuenta, alucinado, de que estoy masturbando a mi propio hijo. Es un momento mágico: los movimientos de mi mano dictan su placer, y lo someto a mi voluntad… Pero no quiero eso. Él tiene que ser libre, tiene que experimentar por si mismo y crecer. Suelto su verga y él automáticamente se la agarra con ambas manos y vuelve a jalársela.
-¡Papá si seguimos así creo que pronto me voy a orinar encima! -exclama entre gemidos.
-Sigue hijo hasta el final y te sorprenderás -respondo sin dudar.
Un minuto más tarde deja escapar un bufido, seguido de un gruñido y no cesa de arquear su cabeza hacia atrás. De su verga emanan tres o cuatro potentes chorros de lefa que se estrellan contra su liso vientre: es su primer semen, resbalando, viscoso, hacia su bajo vientre.
-¡Me meo papá! -grita mi hijo en medio de su orgasmo.
Más tarde, recuperando el aliento, Michael me dice:
-¡Wow papá! ¡Fue increíble! ¿Esto es hacerse la paja? -pregunta.
-Así es, mijo.
-¿Y qué fue lo que me pasó, que me oriné encima?
-Tuviste tu primer orgasmo y expulsaste tu primer semen, Michael. No te orinaste encima.
Me puse en pie porque aquello ya se había terminado y con cierto orgullo de padre decidí que mi hijo ya había comenzado su andadura en el mundo del sexo, y lo había, hecho con mi ayuda.
-Cuando te hagas la paja, cuando te masturbes, hazlo en tu intimidad. Intenta estar solo, que yo no tengo porqué saberlo. Será asunto tuyo y de nadie más. -sentencié.
Entonces me dice:
-¿Puedo ver la tuya, pa?
-¿Ver qué?
-Ver tu polla, papá
-De ninguna manera, hijo.
-!Pero papá mírate¡ ¡Si ahora mismo tienes el mismo bulto en los pantalones que tengo yo a veces! No vas a negarlo -observó Michael- Eso es que la tienes bien parada, pa. ¡Por favor!
Efectivamente. Y aunque eso era en lo último en lo que yo estaba pensando, mi verga estaba bien parada. Me senté de nuevo sobre la cama, intentando disimular el bulto que mi hijo acaba de ver. ¿Cómo era posible aquello? Habían pasado dos semanas, más o menos, desde la última vez que tuve relaciones sexuales con mi compañera de mantenimiento, el trabajo: lo hicimos sobre el asiento del conductor, en la estrecha cabina de pilotaje del vagón del metro, estacionado en un tétrico túnel de servicio. Fue una buena cogida, bien caliente, por lo extraño del lugar. Ahora al recordarlo me sentí muy cachondo… De alguna forma regresé a la realidad y me dije que no había nada de extraño en mostrarle mi verga a mi hijo si al fin y al cabo le había ayudado a alcanzar su primer orgasmo, jalando su verga con mi propia mano. Si él quería ver la verga de su padre, se la mostraría y fin del asunto. Cediendo a sus súplicas, me bajé él cierre de mis jeans y me los bajé hasta las rodillas. Luego mis bóxers.
Mi pene erecto, de unos 18 cm -sí, como algunos hombres, un día me medí la verga- pareció palpitar entre mis piernas. De la cabeza vi que rezumaba líquido preseminal. Aquello era bien extraño.
-¡Wow pá, ojalá algún día mi verga sea como la tuya! -exclamó Michael.
En un movimiento rápido agarró mi verga y comenzó a sacudirla de arriba abajo, suavemente, tal y como yo le había mostrado. No pude detenerle y para mi sorpresa me oí gemir. ¡Mi propio hijo me estaba masturbando! No podía creerlo.
-Nene creo que deberías parar -dije dándome cuenta de que íbamos a llegar demasiado lejos.
Entonces de la nada, Michael se arrodilla frente a mi y acercando su cara a mi sexo, se pone en la boca la cabeza de mi polla y empieza a chuparme desesperadamente. Salto sobre la cama, y ahora si trato de detenerle.
-¡Qué estás haciendo hijo! -grité
¡Joder si era bueno! Tuve que cerrar los ojos para no seguir mirando, envuelto en oleadas de placer. Mi hijo estaba acabando con dos semanas de abstinencia sexual. Mis bolas estaban bien cargadas. Me iban a estallar si no las vaciaba. ¡Pero qué rico se sentía tu propio hijo comiéndote la verga! No podía dar crédito. Nunca antes ningún hombre me había hecho eso ni algo parecido. Y nada más lejos de mis propósitos. ¡Yo era bien macho, tal y como mi padre me había enseñado a ser, tan macho como él! Pero por muy macho, ya no había nadie que parase eso que estaba sucediendo en aquella habitación. Siento que se acerca el orgasmo. Mi polla se pone aún más rígida si cabe y mis gemidos inundan el cuarto. Mi hijo no me suelta y con grito descargo mi leche en su boca. ¡Dios qué corrida! Los últimos espasmos de mi orgasmo me acometen y veo que mi leche escapa por las comisuras de los labios de mi hijo, mi verga aún en su boca, húmeda en una extraña mezcla de su saliva y mi propio semen. Tiemblo, y no puedo controlarme.
Algo más tarde, recuperando el aliento, ambos nos reímos, y una vez limpios, acordamos que esto nunca sucediera de nuevo, porque, primera que somos padre e hijo y en segundas, que ambos somos muy machos y los machos no hacen esas cosas entre ellos.
Pero no ha sido así. Resulta que a mi hijo le fascina comerme la verga. Y a mi que me la coma y comérsela a él.
Ahora a sus 15 años dice que quiere follarme por el culo.
FIN.
Basado en SON, WHAT ARE YOU DOING, por Kayson Richie
Publicado en Niftystories.com
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