Crónicas de un padre. Parte 3.
CRÓNICAS DE UN PADRE. PARTE 3
Desvirgado.
… Dormía.
Dormíamos cada uno en su cama. Yo
exhausto, y agotado, descendía a las simas de un sueño profundo y reparador. Un
olor a sexo impregnaba la habitación, y nuestra ropa yacía esparcida por el
suelo, junto a una blanca toalla de baño. Pronto amanecería. Mi hijo dormía
inquieto, dando vueltas en la cama de al lado, y a lo lejos un automóvil
circulaba a toda velocidad por la autopista.
Los hechos eran los que eran. No
podían cambiarse.
Después de follarme a mi hijo fui
directo al baño, hacia la ducha. Permanecí bastante rato bajo el grifo, dejando
que el agua tibia reactivara mis pensamientos. Y mis pensamientos eran claros,
pero se hallaban atorados en mi mente: acaba de practicar el incesto con mi
hijo por segunda vez en un acto homosexual. ¿En qué lugar quedaba mi hombría y
mi férrea heterosexualidad, y cómo lo acontecido afectaba a mi moralidad como
padre? El agua de la ducha mojaba mil veces mi cuerpo, pero no lo reactivaba.
Confuso, mi primera resolución fue pedirle perdón a mi hijo y sellar la promesa
de que lo sucedido sólo nos afectaría a los dos. Ni una palabra a nadie. Aquello
sería un asunto nuestro y de nadie más. ¿Pero bastaba? No lo sabía. No sabía
qué hacer. ¿Qué paso debía dar? ¿Qué palabras podía decir, si al final los dos
lo habíamos disfrutado? Yo me había vaciado en su culo, montado en el caballo
de la lujuria, partiéndolo en dos, penetrando su virginidad. Él me había
recibido con ansia por sentirme dentro, puesto que minutos antes me lo había
rogado. Y yo accedí, porque sencillamente yo también lo deseaba… Así, sin más.
No sé cuánto tiempo pasé bajo la
ducha, pero cuando regresé, con una toalla blanca rodeando mi cintura, Alberto
no dormía. Lejos de eso me contemplaba, yaciendo desnudo sobre mi cama, mostrando
su torso peludo sudado, exponiendo su sexo adormecido, inclinado hacia un
costado sobre sus cojones, el conjunto coronado por una negra mata de vello
púbico. Verle así, en ese estado, se me antojaba como la mera representación
del paso de la juventud a la edad adulta. Pero ¿en qué momento había sucedido
eso, que yo nunca lo percibí, carreteando de pueblo en pueblo, de ciudad en
ciudad, perdido en mi profesión de transportista? Quién yacía sobre la cama era
ya un hombre. Y ese hombre era mi propio hijo. Desesperado me senté en el borde
de la cama, con los codos clavados a la altura de mis rodillas, mis manos bajo
mi barbilla. Debí de darle cierta impresión de abatimiento. Pero es que era así
como me sentía yo en aquellos momentos. Al sentarme, mi hijo se movió a un lado
todo lo que pudo, apoyando su espalda contra la pared, dejándome espacio. Yo
iba a hablar, pero él, de nuevo, se me adelantó.
-¡Ha sido fantástico papá, sentirte
dentro! -dijo con voz firme.
Yo me volví hacia él. Creo que le
miré amorosamente. No hubo nada lascivia en mi mirada, o eso creo. Al fin y al cabo
Alberto seguía siendo mi hijo.
-¿Qué somos, Alberto? -pregunté
con la voz en un susurro- ¿En qué nos hemos convertido?
Alberto permaneció en silencio
unos instantes, su respiración profunda era el único sonido en la habitación.
-Somos padre e hijo -afirmó- No
nos hemos convertido en nada. Somos lo que somos.
-¡Pero acabo de follarte!
-exclamé consternado- Supongo que eso marca una diferencia entre un padre y un
hijo adulto cualquiera.
-Seguramente. Pero no vamos a
plantearnos ningún dilema moral, ni rollos de consciencia de esos que a
vosotros los padres tanto os gustan. Lo hemos pasado bien tú y yo y vamos a
seguir pasándolo bien.
Su voz sonó firme. Y ahora,
recordándolo, creo que autoritaria también.
-¡Papá -exclamó Alberto pasando
sus brazos sobre mis hombros- Gocemos del momento. Y así lo recordaremos cuando
en el futuro pensemos en esta noche… La noche en que tú, mi padre y yo, tu
hijo, estuvimos más unidos que nunca el uno del otro.
Ahora me acariciaba suavemente la
nuca y el contacto de su mano me producía un claro regocijo. Aprovechar el
momento, la ocasión… Carpe diem. Las palabras parecían las justas y
apropiadas para aquella situación, pero no quitaban peso, ni un solo gramo, al
hecho de que mi amante era mi hijo Alberto. Sin embargo, llegados a este punto
y por segunda vez, nada me aseguraba, nos aseguraba, que en un futuro se
repitiera de nuevo esta situación, que volviéramos a ser amantes… Era sólo el
deseo. Y la soledad. El hecho de estar solo y vacío… Desear sentir un cuerpo a
mi lado, que me diera calor. Vencer la frustración del vacío de cientos de
relaciones sexuales que no dejan nada a su paso. No tener amor. Dar y recibir
amor. Amar una vez más… Demasiadas cosas en una sola.
Entonces recibí su dulce beso en
mis labios y nuevamente fui vencido.
Confieso que lo deseaba. Y
anhelaba su contacto físico. Y al besarnos la electricidad apasionada circuló
por nuestros cuerpos, su lengua adentrándose en mi boca, explorando los puntos
clave que ponían en marcha los engranajes de la lujuria. Fui muy consciente de
que yo también le besaba como si mi vida dependiera de ello.
-Ven -dijo Alberto cuando pudo
hablar- ¡Quítate eso!
Cayó al suelo mi toalla y de
nuevo nos encontramos los dos en misma cama. Sólo éramos dos hombres, el uno
maduro y el otro joven, que iban a amarse. Con nuestras espaldas apoyadas
contra el cabecero de la cama, Alberto de nuevo buscó mis labios, y cuando su
lengua se entrelazaba con la mía en nuestras bocas, sus manos agarraban mi sexo
inhiesto, sopesándolo por la base, acariciando mis cojones. En un momento dado,
mi hijo dejó de besarme y dedicó sus besos a otras partes de mi cuerpo, desde
mi pecho, a mi estómago, y desde ahí directamente hasta mi pene. Lamió la punta
un par de veces para, acto seguido, engullirlo hasta la base, sobre mis huevos.
-¡Alberto, hijo mío! -exclamé
loco de deseo.
La felación me llevó de nuevo al
éxtasis. Es curioso como un hombre puede llevarte a altas cumbres del placer de
un modo distinto a como lo hacían ciertas mujeres, pensé mientras mi hijo se
tragaba mi polla. Aquello era pura magia. Y sintiendo como el orgasmo se
asomaba de nuevo le ordené que parara, que se detuviera. No iba a correrme aún.
Él volvió a besarme y ahora si que sin remordimientos de ningún tipo, le di
placer a mi hijo, tragándome por entera aquella polla que era suya, pero
también mía porque yo había contribuido a crearla, del mismo modo que también,
con su madre, creé todo su ser. Su hermoso pene fue mío, y me sentí como un
niño, que disfruta de un caramelo en su boca, sin prisas y sin pausas. La
dureza y rugosidad de su pene, sus peludos cojones moviéndose al ritmo de mis
mamadas y sus suspiros de placer, no hicieron más que incentivarme para aquel
trabajo: darle placer. Y en eso estuve un rato, relamiendo las gotas de su
líquido preseminal como si fueran un premio por darle gozo, pasando mi lengua
por su glande y por toda la cabeza de su sexo.
-¡Oh papá qué pasada! -exclamó él
entre susurros.
Un rato más tarde, aún con sus
gemidos resonando en la habitación, me suplicó que me detuviera. Y sosteniendo
amorosamente mi cabeza entre sus manos, me obligó a incorporarme y me besó. Fue
un beso largo, apasionado, cargado de electricidad.
Después se tumbó sobre la cama,
bocarriba, y señalando su sexo dijo:
-¡Papá, siéntate ahí!
Ante mi estupor, él simplemente
se limitó a abrirse de piernas, exponiendo aún más su húmedo falo sobre el que
quería que me sentara.
-¡Ahora yo! -exclamó
-¡Pero Alberto, que soy tu padre!
-atiné a decir yo- ¿Quieres follarte a tu padre?
-Será divertido, papá -afirmó- ¡Y
ahora siéntame sobre mi polla!
Fijé mi mirada sobre aquella
polla que hacía un momento acababa de engullir y pensé que me iba a desgarrar.
-¿Estás seguro de que eso es lo
que quieres, hijo?
-Si papá -dijo él- Has estado
dentro de mi. Y ahora quiero estar yo dentro de ti, y sentirte y gozarte…
Y entonces me vi a mi mismo,
sentándome a horcajadas sobre su masculinidad. Pese a mis dudas, todo sucedió
en un solo momento, no sin antes que Alberto hiciera lo mismo que yo, cuando anteriormente
me pidió que me lo follara: un salivazo restregado en la entrada de mi ano bastó
como lubricante. Aprende rápido, mi hijo, pensé aturdido, notando su
dedo ensalivando en mi esfínter, a escasos centímetros de la punta de su sexo.
Y de nuevo otro pensamiento repetido: es un hombre, ya no es un crío. Y
aquello era bien cierto.
A horcajadas pues, mis rodillas apoyadas en la cama y la espalda arqueada hacia atrás, me dejé caer sobre la polla de mi hijo y fui empalado analmente por primera vez en mi vida. Recuerdo una fuerza punzante alrededor de mi esfínter que se extendió hacia mi zona lumbar, sus manos aferradas a mis glúteos y su polla taladrándome, abriéndose camino en mis entrañas. Y el dolor inicial, junto al rechazo y la tensión de todos los músculos de mi cuerpo, y mis gemidos ora de espanto, ora de dolor, quizás también de placer.
-¡Qué estrecho eres papá -exclamó
Alberto- pero ya va entrando!
Y entonces sucedió: mis glúteos
tocaron su bajo vientre y la penetración fue total. En ese momento yo grité.
Grité de dolor. Dudo que fuera un grito por placer. Aún así, empalado por su
fuerza, me limité a hacer lo que buenamente pude hacer: cabalgarlo. No fui
consciente en ningún momento que era yo quien tenía el poder y el control. Pero
no importaba. Moviéndome en aquella posición hacia adelante y hacia atrás,
dentro de los límites de la estrechez de la cama, forzaba la penetración a la
vez que con las paredes de mi culo lo masturbaba frenéticamente. Cuando se
clavaba en lo profundo de mi, masejeándome la próstata, mis gritos, gruñidos, y
gemidos se confundían con los sonidos del roce de nuestras pieles. El placer y
el dolor se habían convertido en una misma cosa. ¡Oh Díos mío! ¿Era eso lo que
se sentía cuando te enculaban?
-¡Alberto! -exclamé en gemidos-
¡Me estás follando, hijo!
Cabalgarle no bastó. Quizás en
algún momento él asumió que quería el control total. Así que detuvo aquella
locura, y echándome hacia un lado, su polla salió de mis interiores, lo cual no
alivió ni el dolor que sentía, ni el deseo de su follada.
-Ahora tú en la cama, papá.
Me puse en pie, y cambiamos de
posición, yo abajo, sobre la cama, con las piernas en alto, la entrada de mi
culo expuesta, y mi sexo duro como el férreo. Y él encima de mi, volviéndome a
follar con saña. Ver la expresión de cara mientras me penetraba fue como ver la
personificación del éxtasis, su mentón ligeramente levantado, mandíbula apenas
abierta, y sus ojos entrecerrados, perdidos en el infinito… Yo sentía un dolor
lacerante, en forma de punzadas, que partiendo de mi ano, se extendía por mis
lumbares y alcanzaba mi columna vertebral. A cada una de sus embestidas, las
punzadas se tornaban en algo diferente, a medio camino entre el tormento y el
goce…
-¡Hijo mío! -me oí gritar- Me
estas desvirgando el culo, Dios mío!
-¡Yo estoy en el cielo, papá!
-susurró él entre mis gritos y gemidos.
-¡Mi hombría niño -seguí gritando
yo- que te cargas mi hombría!¡Mi hombría, Dios!
Pero él, indiferente a lo que yo
gritaba, se limitó a seguir follándome, clavando su sexo en lo más profundo de
mis entrañas. Estuvimos así un rato, yo tumbado en aquella cama de hotel,
espatarrado, piernas en alto, él taladrándome con él ímpetu de su juventud. En
ese punto yo ya lo gozaba. No había más dolor que sentir, pero mucho placer que
gozar… Mi heterosexualidad por los suelos. Y cambiando una vez más de posición,
me encontré a cuatro patas, y Alberto ensartado en mi culo. Cuando su pene
volvió a clavarse en mi agujero, alcé mi espalda como movido por un resorte, y
él, abrazado a mi me embistió y empaló mientras besaba mi cuello, mi nuca, mi
pelo…
-¡Alberto, hijo mío -dije entre gemidos-
me estás partiendo en dos! ¡Me partes en dos mitades muchacho!
Y el siguió bombeando, y
bombeando, y empujaba hasta el fondo, estimulando mi próstata.
-¡Alberto, me has roto la hombría, hijo! -grité yo notando que su mano había agarrado mi polla, y la sacudía de arriba abajo al ritmo de sus folladas. Con su polla dentro, y siendo masturbado por él, sentí que mis cojones estallaban.
Y así fue.
Me corrí en ese momento, en medio
de un profundo y largo suspiro, que se transformó en un gemido, que fue
subiendo de tono a medida que me vaciaba, hasta transformarse en un grito.
Varios chorros de mi semen, casi líquido, se estrellaron contra la almohada,
como si me estuviera orinando encima, y entonces pareció que mi culo se
ensanchaba aún más…
-¡Me estoy corriendo dentro de
ti, papá! -exclamó Alberto entre gemidos
Nuestros orgasmos se solaparon,
como un solo, y mis entrañas se inundaron con la leche de mi propio hijo. Y
como padre, aquella fue la experiencia más surrealista de toda mi vida, recibir
su semen, su masculinidad y hombría en mi propio ser. Mi hijo acababa de
follarme, reventándome el culo, desvirgándome analmente.
Al escribir esto siento un
escalofrío por todo mi cuerpo. Supongo que es porque aún me resulta difícil de
asimilar lo sucedido. Es cierto que antes yo me lo había follado, movido por
los resortes del deseo y la pasión, configurando un extraño incesto que sin yo
saberlo, ya se había ido forjando en su mente desde su adolescencia… Yo, su
padre, siempre fui el objeto de su deseo. Alberto, mi hijo, me idolatraba
sexualmente. Y sus deseos se habían hecho totalmente realidad en una bestial
posesión sexual. Lo había desfondado analmente, privándolo para siempre de su
virginidad. Era de esperar que en algún momento él me pidiera hacerme lo mismo
a mi. Lo sé porque lo conocía bien, era mi propio hijo. Me lo follé y luego él
me folló a mi, guiado por el deseo de poseerme y hacerme suyo. A mi, a su
propio padre. Nunca un hombre me había excitado sexualmente. Jamás. Pero acaba
de penetrar a mi propio hijo, el cual, momentos antes en la camioneta, me había
hecho una excelente felación que me hizo alcanzar cimas de placer inconcebibles
con un hombre… Ahora, ese mismo hombre había barrido y deshecho mi hombría,
desvirgándome analmente, rompiéndome el culo. Y ese hombre, era mi propio hijo.
¿Eso me convertía a mi en homosexual? ¿Y a él? ¿Y cómo íbamos los dos, padre e
hijo, a convivir con lo que acabábamos de hacer?
Mañana llegaríamos a casa. Había
mucho en qué pensar. Había mucho que asimilar, entender, aceptar y asumir… Con
estos pensamientos, el cuarto aún oliendo a sexo, me quedé definitivamente dormido.
FIN.
Autor: Otto.
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