Después de la competición
Me llamo Roberto y soy un hombre casado. Tengo 42 años y amo a mi bella esposa. Fruto de nuestro amor nacieron nuestros dos hijos, Marta, la primogénita, que ahora tiene 18 años y estudia en la capital y Raúl, que con 16 años recién cumplidos, es un loco del deporte. Mi hijo tiene a quién parecerse: yo soy un fanático del triatlón y lo practico desde muy temprana edad. El triatlón es un deporte que implica la realización de tres disciplinas deportivas muy diferentes, a saber: la natación, el ciclismo y la carrera a pie o cross, que se realizan en orden y sin interrupción entre una prueba y la siguiente.
Lo que quiero contar, arranca en el cuarto de baño una habitación de hotel, bajo la ducha. La competición había terminado y nosotros dos, padre e hijo, habíamos quedado en cuarta posición, en el campeonato comarcal de Triatlón organizado por la federación provincial. En esta ocasión, el torneo introducía una variante muy diferente: padres e hijos en parejas, competían para vencer a otras parejas de deportistas formados a su vez por otros tantos padres e hijos. Para la ocasión, la edad mínima de participación para los chavales se fijó en los 14 años y como yo soy tan aficionado a este deporte, mi hijo quiso que nos inscribiéramos los dos, y así, me animó a participar de esta loca aventura. Raúl es tan deportista como yo y juega de delantero en el equipo de cadetes del pueblo. Su madre, después de yo mismo, es su fan número uno. Ya habíamos recibido el masaje reparador por parte del equipo técnico, y ahora compartíamos la ducha de aquel cuarto de hotel, ambos adoloridos de piernas, brazos y espalda, deseando que el día llegara a su fin. Habíamos adquirido el hábito de hacer muchas cosas juntos, desinhibidos, con el fin de compenetrarnos mejor para la carrera, y eso incluía compartir la ducha. No había nada extraño en eso. Pese a lo duro de la prueba y el enorme esfuerzo físico experimentando en la contienda, tras nadar, montar en bicicleta de montaña y correr, mi hijo aún tenía fuerzas para querer ver la película de zombis que echaban por el canal 7. O por lo menos eso me aseguró mientras frotaba mi espalda, enjabonándola desordenadamente. Yo disfrutaba de sus masajes porque, en cierto modo, me aliviaba de la tensión que sufrían todos y cada uno de los músculos de mi espalda. Bajo la ducha, bañado por un débil chorro de agua caliente, me sentía relajado y me dejé llevar por aquella sensación de sosiego hasta que noté algo duro y caliente rozándome mis prietas nalgas. Me di la vuelta y observé entre asombrado y divertido que mi hijo estaba empalmado. Su musculado cuerpo mojado, entre los vapores de la ducha, reveló unas ágiles piernas de futbolista, de entre las cuales, se destacaba un respetable pene erecto, rodeado de una oscura mata de pelo, colgando un par cojones, bien redondos y peludos.
No pude evitar dejar escapar un silbido de admiración.
-¡Caray Raúl te has empalmado, chaval! -exclamé jocoso- ¡Y por lo que veo tienes muy buena herramienta!
Él, lejos de sentirse avergonzado en aquella estrecha ducha de hotel puso sus manos en jarras sobre sus caderas y mostrando su inhiesto pene dijo:
-Papá, supongo que es normal que a los chavales se nos ponga dura de vez en cuando ¿no?
-Pues claro que sí, muchacho. Eso nos pasa a todos, tanto a los chavales como a los hombres- le respondí en tono paternalista.
-¡Ya lo creo! -exclamó él- No hay más que mirarte…
Observé absurdamente que mi polla dura apuntaba al techo. ¿Cómo y cuándo había sucedido? No supe explicármelo. Algunas gotas de agua de la ducha, caían sobre la cabeza de mi pene, y resbalaban por el tronco hasta mis huevos. De pronto me sentí muy incómodo y quise salir del cuarto de baño. Cerré el grifo y agarré una de las toallas blancas que colgaban cerca de la mampara de cristal.
-¡Es tarde ya, Raúl! -dije ajustando la toalla alrededor de mi cintura- ¡Salgamos de aquí!
Con aquella toalla blanca rodeando mi cintura me sentí algo mejor y pasé al dormitorio, dejando a mi hijo solo, bajo la ducha. Me sequé y al punto se me bajó la erección. Luego me vestí a toda prisa: unos vaqueros, de esos muy ajustados pero muy elásticos, y una sudadera idéntica a otras mil que tengo por ahí. Mi intención era pedir un room service ligero para la cena y quedarme dormido frente al televisor. Poco después, en el canal 7 y una vez tomada aquella ligera cena, los zombis se rebelaban contra los humanos o al revés, en medio de una sangría como telón de fondo. No sé decir ni cuándo ni del cómo, pero el caso es mi hijo, sentado a mi lado en aquel pequeño sofá, había apoyado su cabeza sobre mi regazo. Cada vez que en la pantalla se proyectaba una carnicería humana, mi hijo se sobresaltaba, agitando su cabeza, que en incontables ocasiones descansaba sobre mi entrepierna. No sé si por el aburrimiento ante aquella masacre de zombis, o por la cabeza de Raúl yendo y viniendo sobre mi sexo, o por el estrés no liberado ante la competición de triatlón, pero como fuera, de pronto, me había empalmado de nuevo. Y mi hijo estaba literalmente apoyando su cabeza sobre el bulto de mi bragueta. Raúl pareció notarlo, porque de pronto se incorporó y dijo:
-¡Vaya parece que vuelves a tener el rabo duro, eh papá!
-Así es, hijo -afirmé- Ya se pasará.
La película continuó con muchas persecuciones de coches desvencijados, por parte de más zombis y otros humanos, por calles y carreteras aún más desvencijadas y arruinadas que los autos. Y fue en ese universo ficticio de acción que la mano de mi hijo alcanzó el cierre de mis vaqueros, y lo bajó. No le detuve porque asumí que se trataba de una de sus bromas de crío. Y cuando su mano agarró mi miembro caliente tuve un instante como de bloqueo, cercano a la parálisis.
-¿Qué crees que vas a hacer, Raúl? -me oí susurrar.
-¡Aliviarte, papá! -respondió mi hijo con la mayor naturalidad del mundo.
En un segundo ya me estaba masturbando: mi dura masculinidad emergiendo por encima de mis bóxers, sobre mis vaqueros abiertos, desabrochado el cierre. Iba a detenerle, y a decirle que definitivamente dejase de hacer lo que me estaba haciendo, cuando sin previo aviso ya me la estaba chupando. ¡Dios! ¡Mi propio hijo comiéndole el rabo a su padre!
Raúl me tenía el rabo agarrado por su base y lo lamía con lascivia. Iba a incorporarme con el fin de detener aquella inmoralidad pero me quedé inmóvil sintiendo las primeras oleadas de placer. Nunca antes un hombre me había comido la polla, y la sensación pese a ser repulsiva en un principio, comenzaba a ser un deleite, porque aquel primer hombre era mi propio hijo. Los nervios, el no haber tenido relaciones con mi esposa durante los entrenamientos, llegar a la competición sin un haber tenido un solo orgasmo, para estar del todo en forma, tanto física como mentalmente… Yo siempre me había considerado un hombre heterosexual. No sé qué me estaba pasando, pero disfrutaba de aquellas chupadas, tanto que en un momento dado, deslicé mis vaqueros hasta las rodillas, como para ayudarle en su tarea. Me oí suspirar, y luego gemir, espatarrado en aquel sofá, con Raúl comiéndome la polla. Una extraña lujuria se apoderó de mi, y pese a aquel muchacho era mi hijo, no deseaba que se detuviese. Tampoco hubiera podido. El pareció comprender muy bien la situación, y lejos de terminar su jugada, me masturbaba frenéticamente, a la par que devoraba mi sexo. Pronto mis manos agarraron su cabeza, acto reflejo para que él no se moviese de allí. Y al poco comencé a notar las convulsiones de un orgasmo reprimido y anhelado.
-¡Ostia puta hijo! -exclamé con la voz rota- ¡Me voy a correr!
Mientras Raúl seguía comiéndome la polla, perfectamente noté como se me hinchaban los huevos, mi leche subiendo por los conductos seminales, a través del tronco de mi polla, hasta ser liberada en una explosión orgásmica. Me corrí en medio un grito ronco, arqueando mi espalda, entre gemidos incontrolados, y medio desmayado por la intensidad de la sensación. Creo que mi hijo supo apartarse a tiempo, porque me quiso parecer que contempló el orgasmo de su padre, los ojos como platos, aún agarrado a mi pene. Su cara quedó bien salpicada de mi propia simiente.
Cuando los efectos de aquel brutal orgasmo filial pasaron al fin, quise morirme de la vergüenza, el asco y el decoro. Me había podido la testosterona y el morbo a partes iguales ¿En qué clase de padre me había convertido?
-Esto no está bien, hijo -atiné a decir sin pensar
-¡Pero papá si estabas ya empalmado en la ducha! -exclamó Raúl- ¡Yo sólo he querido aliviarte!
-¡Estas cosas no son las cosas que un padre y su hijo deberían hacer! ¡Es inmoral! ¡Es asqueroso!
-¡Yo te quiero!
-¡Y yo a ti también, pero así no! -dije gritando.
Entonces él se puso en pie, y agarrándome de los brazos, tiró con el fin de que yo también me incorporase. Una vez ambos en pie, me abrazó. Fue un abrazo fuerte, tipo oso, pero él lejos de ofrecer alguna clase de excusa por su osadía, me susurró al oído que me diera la vuelta. Entonces no atiné a entender para qué. El caso es que sumiso, obedecí y le ofrecí mi espalda a mi hijo, con mis bóxers y mis vaqueros aún bajados hasta las rodillas. De pronto noté algo en la entrada de mi culo: algo húmedo, viscoso… Y luego ya claramente la punta de un dedo restregándose sobre mi esfínter.
-¡…P…p…pero hijo! ¿Queeé?
Y entonces algo duro se clavó en la entrada de mi culo. Al principio se quedó ahí como trabado, pero mi hijo empujó fuerte y finalmente me taladró. En ese momento grité. Cualquier hombre hubiera gritado igual. ¡A mis 42 años mi hijo me estaba follando por el culo! ¡Mi virginidad anal perdida en aquella habitación de hotel! Asumí mi hombría mancillada, y destrozada por mi propio hijo. No pude hacer nada por evitar aquello. Raúl se limitó a meter y a sacar su miembro de mi agujero como si fuera un experto. A mi me dolía horrores. Mis manos se apoyaron en la pared, mis rodillas se clavaron en el sofá, y mi culo fue suyo. Mis gritos retumbaron por la estancia pero se fueron apagando paulatinamente, a medida que mi ano iba aceptando su polla. Me folló con saña, y con la fuerza de un adolescente. Empujó y volvió a empujar hasta enterrar su polla en mis entrañas. Ya no grité, soló me limité a dejarme llevar, ya sin fuerzas para detenerle, esperando que todo aquello acabase de una vez. Sus cojones se estrellaron contra mis nalgas y su pene, taladrándome, supo encontrar su lugar para darme placer. No me sorprendió verme de nuevo empalmado. No me sorprendió de nuevo ser pajeado por mi hijo mientras me follaba, mientras me partía en dos mitades.
Desfondado.
-¡Oh Dios! -me oí susurrar- ¡Estás dentro de mi, hijo!
Penetrado e invadido.
Él empujaba y empujaba.
-¡Me estás follando! -dije entre gemidos-.
Atravesado.
-¡Qué estrecho es tu culo, papá! -exclamó gimoteando Raúl, follándome sin piedad.
Fui desflorado, por mi hijo.
Entonces noté como en mis entrañas su polla se hinchaba, más gruesa aún si cabe y un chorro de su caliente simiente se vertió en el interior de mi culo. Sentí su agitada respiración mientras se vaciaba, y escuché claramente sus gemidos de placer. Sucedió que él, mientras se corría, no dejó de pajearme. Como consecuencia, y con su dura polla aún follándome, masajeando mi próstata, me corrí por segunda vez como un chaval, mi leche estrellándose contra la pared. Nuestros gemidos llenaron la estancia, y el olor a sexo lo inundó todo hasta que sólo hubo paz, sosiego y descanso.
Sin decir nada, mi hijo salió de mis entrañas, y se fue disparado hacia la ducha. Yo sólo pude sentarme y asimilar que mi muchacho me había taladrado el culo y que yo, al parecer, lo había gozado. ¿Qué iba a ser de mi, de nosotros dos, de mi familia y de mi matrimonio? Abatido sentí que a mi vida llegaba un sismo de escala 8 en Richter, de consecuencias incalculables: mi hijo, rompiéndome el culo, me había comunicado su homosexualidad y acaso despertado mi bisexualidad escondida y reprimida…
FIN.
Autor: Anónimo
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